Sapo de otro pozo


Las multitudes en las salas de espera abruman, entorpecen. El murmullo y las palabras se vuelven zumbido nublando las lágrimas y el dolor de los verdaderos dolientes. La enfermedad se vuelve acto, ruido y escena. Los espectadores cuentan la obra según sus percepciones, asustan, tranquilizan.

Los otros siempre quedan a salvo. Llegan a sus hogares donde el dolor sigue, lejos, en un hospital, en una terapia intensiva. No vuelven, o vuelven si quieren.
"Se tiene que cuidar, ahora se tiene que cuidar", "Yo sé lo que es porque estuve con im viejo internado por un infarto".
"Está hinchado" no es lo mismo que "yo lo veo muy hinchado" acompañado del gesto, la mirada histriónica de la mejor actriz dramática. "Respira tranquilo" a "que respire tranquilo no significa que no esté grave".

Todos, muchos, dicen, miran, observan, opinan, critican, deducen, pronostican. Auscultarían, operarían, medicarían, diagnosticarían si pudieran.

El dolor puro es otro. De pocos.

Como un teléfono descompuesto, como una anécdota a contar por unos y otros, una leyenda urbana instantánea, el estado del paciente se transforma, se desfigura de uno a otros. Nadie sabe la verdad.
"Todos tenemos una salud aparente. Somos una bomba de tiempo que de repente: ¡Pum!"

Los que salen de la sala por la puerta vaivén con su olor antiséptico y frío con las lágrimas detrás de los ojos: esos son los que sostienen el dolor, pesando en el pecho y los hombros, al lado de la esperanza, por encima o al lado del miedo.
Mal de muchos, consuelo de tontos, de pobres, pero así somos, de alguna manera cuando baja el último ascensor lleno y el zumbido se apaga, el dolor desde el fondo del silencio hermana, calma.

Yo soy la de la crónica, la que escribe, la que observa, la que cuenta, a la que miran pensando, capaz, preguntándose qué carajo estará escribiendo ahora, justo ahora y acá en ese bloc destartalado". Por curiosidad, claro.

Yo también la tendría.


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