Postales de café



Dice mi hijo, y tiene ocho años, que si uno está un día entero escribiendo puede terminar un libro. Debería hacerle caso y creer que es posible.
Aproveché que tenía un tiempo muerto, obligado, y en vez de ponerme a caminar con las ideas paseándose por mi cabeza, busqué un café para matarlo bien muerto. Los grandes escritores y poetas buscaban escribir en los cafés, algo tendrán.

Un señor y una señora se paran a leer preocupados el cartel que tiene la foto de una perra blanca; al rato, él vuelve y anota el número de teléfono y yo me alegro. Cinco señoras setentonas miran al pasar diciéndose “las veces que habré venido a este café” y no entran. Dos señores, un médico y otro, pautan la compra y venta de los medicamentos de un laboratorio, el vendedor pasa por La Falda a las cinco de la mañana “para llegar a las 8 a Villa de Soto y seguir” y me entero que San Carlos Minas es la capital de la poesía.

Yo miro: a las mujeres para saber quienes son y a los hombres para saber qué quieren y a dónde van. Supongo que eso tienen los cafés, le dan a uno el permiso de disfrutar del placer voyeurista sin tener que disimular y así ir robando con la vista personajes e historias a la gente, sacándoselas del bolsillo, de la mirada, de la forma de caminar.
Mirar por mirar a través de la pantalla de vidrio transparente.

El celular suena y me trae de una oreja a la realidad. El hombre y la mujer vuelven a pararse frente al cartel y lo miran juntos, sonríen. Él tiene su brazo sobre el hombro de ella. Se aman y yo me alegro.
La gente va y viene, entra y sale, conversa y se va. Vienen de a uno, de a dos, de a tres, algunos hablan por teléfono .Mientras, el mozo canta una canción de Rata Blanca.
Los mozos bien podrían escribir varios libros por día.
Muchos toman café y leen, otros piden un café y pagan apenas se sientan. Yo pedí la carta y me doy cuenta que eso me hace mucho menos experta en el hábito de sentarme sola en un café, en esos casos el café es sólo la excusa, no importa que sea café, tiene que ser algo corto para comprar barato el tiempo muerto y malgastarlo tranquilo.
El celular del señor de la mesa a mi lado suena por tercera vez. La señora de la mesa de enfrente le pide el diario. Es otra experta. Des de la calle, el inspector se come con la mirada a una chica que se va, caminando por la vereda.

La señora que pidió el diario debe ser una buena historia. Tiene el pelo rojo, batido, como una esponja. La sombra de sus ojos es celeste, tiene pintados los labios de una boca enorme y se me ocurre parecida a Steve Tyler, aunque escribirlo se lea más injusto que pensarlo, para esa señora de unos setenta y largos que…también escribe. Sí, esa señora debe ser una buena historia aún si lo que esté haciendo sean los crucigramas del diario. Pero no, la señora del pelo rojo no está haciendo crucigramas, lee con los labios lo que va escribiendo. Una carta…mira para afuera, piensa, levanta la vista, escribe.
Soy otra. Soy una espectadora del mundo.
La señora de pelo rojo se lleva sensualmente a la nariz un pañuelo que desentona con ella y con la escena y se limpia con suavidad la punta de la nariz, más como un ademán que porque fuese necesario.

-¿Un café…?
- Bueno, gracias.
Este señor es el más experto de todos los que estamos sentados en este café.
La señora del pelo rojo se va. Se lleva sus pasos subidos a tres centímetros de taco aguja, un pantalón de cuero negro y un bolso de moda que cuelga al costado de su escote. Se lleva mi historia, mi curiosidad, mi intriga, y me da pena.
Entonces, me entretengo mirando a una mujer que se coloca minuciosamente un lente de contacto, el otro, frente al espejo de mano. Le ayudo mentalmente a hacer el equilibrio justo para el lente, los lentes, no se caigan, para que coincidan con la circunferencia de su iris. Guarda las cajitas redondas en la cartera, saca un Marlboro Light box y toma un café doble con edulcorante. Mira, también mira, pero, de alguna forma, por como revuelve el café, parece apurada.

Me pregunto quién seré yo para la gente que me mira, o quién sería yo para mí misma si me mirara desde otra mesa, si eso fuera posible, desde algún universo paralelo y simultáneo.
La señora del pelo rojo vuelve y yo sonrío, contenta por mí, pero ahora se sienta con otras dos señoras, que serán de su edad pero sí lo aparentan. Son amigas. Qué cosa extraña.
De alguna manera me desilusiono porque ahora que volvió perdió el misterio, como suele suceder tantas veces con aquello que regresa.

Dos parejas de turistas entran, se sientan en una mesa cercana a la mía, le piden al mozo que les saque una foto, le piden que los “saque lindos”. Se ríen, conversan, no son como el resto de nosotros.

La chica del cuaderno negro para de escribir y mira hacia la barra. Levanta la mano pero el mozo no la ve. Revisa el bolsillo trasero del pantalón, levanta de nuevo la vista. Saca un billete, paga la cuenta. No deja propina. Agarra su cuaderno y se va.-



Comentarios

Felipe B dijo…
Al entrar al café de esa esquina cumbrecina en la que confluyen tantos caminos y autos que embisten furiosamente e los directores de tránsito, sale una mujer entre esas cortinas de cristalitos que espantan a las moscas y a las señoras conservadoras. Pasa rápido al lado mío y me sonríe. Yo supongo que no es por mí sino por algo que viene pensando y que al contratar mi rostro con el exterior se presiente descubierta. Me dentengo y la observo irse. Lleva en su mano un cuaderno negro y en la otra una lápiz. Mientras corro las cortinas antiviejas, me pregunto si la gente todavía usa lápiz y si aún se escribe poesía en los bares. Me siento en una mesa que dá a la ventana. La taza de café esta aún sin levantarse.
Ésta que soy dijo…
Tarde pero seguro, Felipe. He visto las remodelaciones de tu blog. Ya voy a pasar a leer la -aparentemente- novela tuya.
Estoy intentando ponerme nuevamente en marcha...a ver qué logramos..

Gracias por pasar.

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