De niñas y lobos


La señorita K. era tímida, suave; pero cuando mostraba sus dientes de lobo, más de uno había quedado sin alguna parte del cuerpo en su lugar. Los médicos afirmaban que se debía a algún rastro genético de ancestros suyos, licántropos, aunque E.K. no tenía más señales lobunas que la ferocidad - irrefrenable cuando se desataba- que mostraba esporadicamente. Ni un gramo más de vello en ninguna parte de su tersa y bella piel hacían sospechar el por qué de sus ataques, aunque era enigmático y escalofriante ver sus ojos brillantes y fríos mirar a quien sería su presa, a pesar de que más de uno hubiera dicho, que sólo miraba así cuando se enamoraba.

De niña, E. K., se pasaba las tardes haciendo cientos de hoyos en la tierra del jardín trasero de su casa, días y días acarreaba en pequeños baldes litros y litros de agua en pequeñas fracciones hasta que ya la tierra negra dejaba de absorberla, quedando así el jardín colmado de espejos que multiplicaban la luna, entre los que, los días de luna llena, E. K. saltaba, empapando sus piecitos, que se tornaban brunos y enlodados.
Locuras de niños, decían sus padres por aquellos tiempos.

Cierto verano, durante su adolescencia, un chico nuevo se mudó al pueblo con su familia, a un par de cuadras de la casa de E.K.
Cuentan que desde el primer momento los ojos de la adolescente mostraron un brillo estridente y azul cada vez que lo miraban. El muchacho, del que ni se recuerda el nombre, se enamoró de imediato de la joven, exquisitamente blanca, de mirada azulina.
Sin embargo, durante meses y meses, no hubo ni un sólo ataque. E.K. rara vez se dejaba ver, espiando, a través de la ventana de su cuarto, que daba a la calle. Había adelgazado en forma exagerada y sus padres ya no sabían a qué médico consultar para encontrar la causa.

Una noche, el muchacho, al que llamaremos X a fines prácticos, se decidió a treparse por la ventana de E.K. Se acercó a ella despacio y la desnudó mientras un par de cristales de hielo azules se clavaban en sus ojos; la beso, la tocó, la exploró, milímetro a milímetro mientras E.K. apretaba los labios y cerraba los ojos, como un animal feroz domesticado, manso, a punto de estallar.
Lo hicieron una y otra vez. El joven sonrió antes de irse. E.K. lo miró desde otro lugar, desde un dolor opaco escondido detras de sus extrañas y oscuras pestañas.

A la mañana siguiente, el joven X., fue encontrado muerto al costado de su cama. Dijeron los médicos que a causa de un inusual colapso al corazón.
Como les dije, aún a pesar suyo, E.K. siempre se quedaba con algo.

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