Los Cuentos del Fuego (de lo que quema) (II)

II


No podía explicar ni explicarse que le gustase tanto tirada en la cama siempre a punto de morir de las causas más increíbles y variadas. Llena de miedo. O escapándole y escabulléndose cada día para después querer colgarse de un abrazo que nunca la dejara caer.
Si algo sabía, es que nunca iba a dejarla caer.
-Esto que digo es lo que soy y lo que siento. Sí, te quiero- pensaba. 

Quizás era porque ahí estaba calma, quieta, y se dejaba cuidar, quizás porque ahí era más tangible, menos esquiva y delicuescente, y podía hacer lo que quería con sus manos para acercarse e intentar tranquilizarla y arrancarle el miedo del que iba a rescatarla una y otra vez, dispuesta a sanarla.
El corazón es esa víscera que nos recuerda, qué nos da razones para ir hacia donde vamos o quedarnos donde queremos permanecer. 
Ella era su lugar para permanecer.

- Será porque acá estás más conmigo, más cerca de la caricia y del abrazo -¿del amor?-, aunque sea por los fantasmas y ese dolor inaudito, ese llanto anudado que quisiera disolver de tu garganta para siempre si pudiera. Por esas nubes negras que se cuelgan con indescriptible crueldad y persistencia de tu mente y andan al acecho de tu mundo y de tu vida. Pero qué tal sí después, ahí, feliz, terminás encontrando algún otro que quieras cerca sin fantasmas- pensaba al mirarla.

De todas formas, la prefería (la quería) feliz. Cuando era pura luz, que era mucho y casi siempre e iluminaba todo.

-Yo que quiero escribirte en el cuento del fuego y vos enamorando al pasar y contandome de cada turista, médico, arquitecto o dentista o quién quiera que sea, alguien que te cruzó por la calle y pudo verte -porque como no mirarte y caer- pero aún y así quedándote no sé de qué manera todavía conmigo.

Ves, esto es lo que pasa con la poesía. Uno termina enredado sin contar más que las presunciones de lo que realmente está pasando, siempre. Pero la música no, en la música las dos sabemos de lo que habla el universo.


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